SANTO DOMINGO. -En el Gran Santo Domingo, donde el concreto y el asfalto imponen su ley, persiste un archipiélago de vida que resiste en silencio. Son los humedales del Cinturón Verde: pulmones y riñones de la capital, un patrimonio que equilibra la temperatura, da oxígeno, recoge aguas, atenúa inundaciones y ofrece refugio a especies que todavía encuentran en esos bordes de ciudad un hogar posible.
El Parque Nacional Humedales del Ozama concentra buena parte de esos ecosistemas: lagunas, manglares, ciénagas y bosques de galería que funcionan como filtros biológicos, amortiguadores de crecidas y reservorios de biodiversidad. Sobre el papel, su salvaguarda es incuestionable. En el terreno, la historia es otra.
La imagen es conocida: camiones que descargan escombros y basura a plena luz del día, o amparados por la oscuridad, para “ganarle tierra al agua”. Lo que empieza con una cama de ripio y cascotes continúa con tierra, rellenos sucesivos y, finalmente, la parcelación. De pronto, donde había un humedal aparece un solar “vendible” y un asentamiento inestable. El resultado es una ciudad que expulsa naturaleza y compra riesgo.
La denuncia más reciente lo vuelve a poner frente al espejo. La periodista Odalis Castillo y su equipo de Tras la verdad documentaron el asedio diario a los Humedales del Ozama: descarga de residuos, deforestación, tala de bosques de galería y un mercado negro de terrenos que se mueve con sorprendente normalidad. No es un accidente, ni un episodio aislado. Es un patrón.
La destrucción se explica por una mezcla repetida: vacíos de aplicación de la ley, ambigüedades normativas, permisividad institucional y una cadena de actores —informales y formales— que obtienen ganancias inmediatas mientras socializan los costos ambientales y sociales.
Lo que se pierde no es solo paisaje; se pierde seguridad hídrica, estabilidad del suelo, calidad del aire y resiliencia climática.
Se pierde ciudad.
regulan microclimas; proveen hábitat a fauna y flora.
En los humedales del Ozama se han reportado al menos 61 especies de fauna entre peces, anfibios, reptiles y una amplia variedad de aves residentes y migratorias. Cada metro cuadrado rellenado es hábitat perdida, corredor biológico cortado, y presión adicional sobre una cadena trófica que aguanta menos de lo que parece.
La referencia de Abreu Collado es clara: cuando la ciudad rellena un humedal para vender un solar, compra una hipoteca ambiental: más calor, más anegamientos, más costos de salud pública, más inversión futura en diques, bombas y drenajes. Y compra, sobre todo, inequidad: quienes menos contaminaron suelen vivir en los lugares más expuestos.
Los traficantes de tierras y los desarrolladores inmobiliarios obtienen un beneficio privado e inmediato. Mientras tanto, los costos —el daño a la propiedad por inundaciones, la contaminación de las fuentes de agua, las crisis de salud pública, y la eventual necesidad de construir costosas obras de mitigación— son transferidos al Estado y a la sociedad en su conjunto.
Es una transferencia masiva de riqueza y riesgo, donde el bien común es sacrificado en el altar del lucro privado, dejando una hipoteca ambiental y financiera que la ciudad podría no ser capaz de pagar.
La recuperación del Cinturón Verde es un desafío monumental, pero es una batalla que Santo Domingo no puede permitirse perder. Requiere una combinación de mano dura contra la criminalidad, inteligencia en la planificación y una alianza inquebrantable entre un estado comprometido y una ciudadanía vigilante.
La contabilidad del desastre
La ecuación económica de la destrucción es tan simple como injusta. Quien rellena y vende captura la ganancia privada inmediata. La pérdida se distribuye: familias que compran de buena fe en zonas inviables; barrios que padecen inundaciones recurrentes; ayuntamientos que no pueden con el mantenimiento de drenajes que cargan con sólidos y lodos; un Ministerio de Salud enfrentando brotes asociados a aguas contaminadas; y un Estado obligado a obras de mitigación cada vez más costosas.
Un estudio reciente sobre los humedales establece que no es solo un problema ecológico. Es finanzas públicas en rojo, planificación urbana hecha trizas y confianza institucional erosionada. Es, en suma, una transferencia masiva de riqueza desde el bien común hacia intereses particulares.
Salir del atolladero exige una combinación de fuerza, inteligencia y perseverancia. No sirve un operativo rimbombante cada cierto tiempo. Se requiere política pública sostenida.
La recuperación del Cinturón Verde es un desafío monumental, pero ineludible. Requiere mano dura contra la criminalidad, planificación inteligente y una alianza entre Estado y ciudadanía vigilante.
Perder los humedales sería hipotecar el futuro de Santo Domingo: un costo demasiado alto para una ciudad que ya respira con dificultad.
Un cinturón que nació con grietas
Para dimensionar la crisis conviene regresar al origen. El ambientalista Luis Carvajal, director del Departamento de Medio Ambiente de la UASD, apunta a la visión fundacional del Cinturón Verde de Santo Domingo, concebido como instrumento estratégico de planificación y protección. Su basamento es el Decreto 183-93 (24 de junio de 1993), que ordenó crear una franja que rodeara la ciudad para regular su crecimiento, resguardar cursos de agua y preservar reservas naturales.
Los objetivos eran claros y se sostenían en tres pilares: La protección hídrica que preserve los ríos, arroyos y las múltiples fuentes de agua que rodean la ciudad, estableciendo franjas de preservación de hasta 100 metros a cada lado de ríos principales -Ozama, Isabela y Haina-; la contención urbana que evite el crecimiento horizontal descontrolado de la capital, y las reservas ecológicas que procuren resguardar espacios que funcionen como «pulmones verdes» para sanear el ambiente en una ciudad en expansión.
El artículo 3 del decreto fue categórico: “No se permitirán asentamientos ni actividades productivas salvo las contempladas en planes de manejo y autorizadas por el Poder Ejecutivo”. Además, instruyó a la CONAU a proteger y levantar un catastro para clarificar la titularidad de los terrenos. Ese catastro nunca se concluyó con la contundencia necesaria y el vacío se volvió puerta abierta.


