El arribo de Trump como presidente 47 de Los Estados Unidos, representa una nueva etapa con Washington, pues el lema “USA primero”, replantea cambios en políticas comerciales, migratorias, de seguridad y geopolíticas, que incluye un ciclo de aranceles y barreras comerciales.
Con tarifas sobre importaciones a países productores como México si no cumplen con criterios relacionados a migración, lucha contra narcotráfico o alineamientos geopolíticos. Implica riesgos importantes para dependientes de exportaciones hacia EE. UU., en agricultura, manufactura o automotriz.
Algunos podrían beneficiarse, si logran alinear sus exportaciones con la demanda estadounidense, sobre todo, en materias primas críticas o industrias de abastecimiento estratégico, en un contexto de reconfiguración global, con una política migratoria dura y contra el narcotráfico.
Endureciendo controles, incluyendo deportación masiva de migrantes irregulares, tensando las relaciones con estos países; quien, en nombre de la seguridad, emplea el poder militar y diplomático contra organizaciones criminales en la región.
Arreció la competencia estratégica frene a China, por su influencia en el continente y presiona a gobiernos, para que eviten acercamientos con esta nación, incluyendo inversiones, comercio e infraestructuras en línea con su visión de dominio hemisférico; creando una polarización en la región, que obligue a gobiernos alinearse con Washington para asegurar comercio o ayudas, mientras otros reforzaran sus lazos con China como alternativa.
Trump distanció a la Casa Blanca de acuerdos climáticos internacionales y regulaciones ambientales, lo que, según entendidos, afecta a países latinoamericanos en sus economías dependientes de recursos naturales. mientras se centra en explotar minerales como gas y petróleo.
El giro unilateral en la diplomacia debilitaría instituciones multilaterales o mecanismos regionales de cooperación, pues países que confiaban en acuerdos de largo plazo, están obligados a renegociar alianzas bajo nuevas condiciones.
Estos gobiernos tienen el dilema de adaptarse a la nueva realidad, buscar beneficios comerciales con Washington o mantener la independencia para no depender de decisiones de un gobierno extranjero, aunque (no muchos pueden darse ese lujo) por sus débiles economías.
Pero países exportadores de materias primas o minerales estratégicos podrían captar inversiones, si alinean sus políticas al mercado estadounidense. Otros buscarían la oportunidad de consolidarse con su respaldo. Pero algunos sufrirían pérdidas económicas, migraciones forzadas y tensiones diplomáticas.
En fin, la región sería la piñata disputada entre potencias, obligando a una diplomacia más activa, pragmática y estratégica de los Estados. No se trata simplemente de relaciones bilaterales, sino de ajustarse a la nueva lógica imperial. Obrar con cautela, asumir cambios abruptos, sin sacrificar autonomías, es una oportunidad para la unificación de los pueblos latinos para negociar en mejores condiciones o enfrentarán tensiones, presiones y decisiones difíciles.
Entender la reconfiguración del tablero coyuntural y el estilo transaccional que caracteriza al ocupante del Despacho Oval. Los gobiernos nuestros tienen que vencer la corrupción imperante. La Unión Europea acelera debates sobre su autonomía estratégica, pero Latinoamérica no puede hacer eso.
La era Trump obliga a Europa a replantear su papel como actor independiente, capaz de equilibrar su relación con Washington y otras potencias. No sería un regreso al pasado, sino la construcción de un nuevo orden multipolar, donde cada uno decide si resiste o perece.
La presión sobre Venezuela busca reafirmar la hegemonía continental, porque Trump, no es simplemente un cambio de liderazgo, representa la transformación estructural del sistema internacional, que cuando las alianzas tradicionales se reconfiguran, el nacionalismo resurge y la tecnología redefine el poder. No es cuestión de elegir entre Washington o Pekín, sino construir una estrategia autónoma que responda a las complejidades del presente.
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